lunes, septiembre 11, 2023

Aquellos viejos corsarios. Análisis legal del corso entre los s. XVII y XIX (1 de 5)

PRIMERA PARTE

Esta ilustración, al igual que el resto que 
acompaña a este artículo y sus partes, es
obra del artista Ray Brown, y contenidas
en la obra «American Merchant Ships 
and Sailors», de Willis J. Abbot, que, aunque
nada tiene que ver con el tema, embellecen
bastante.
Introducción

Cuando al común de los mortales y de los profanos se nos ha tratado de explicar qué es un corsario, siempre se ha tirado por la vía más fácil, simple y simplona. Como en aquella escena de la magnífica película «Master and Commander» tras hacer nosotros la misma pregunta que aquel jovencísimo paje, uno de los veteranos, cogiéndonos del lazo, nos responde, medio en broma medio en veras, que un corsario es un pirata que tiene un papel firmado por su rey, razón por la cual, cuando se le captura, no se le puede colgar del pescuezo hasta morir.

¿Le podríamos dar la razón al veterano marinero? Sí y no, por cuanto un corsario (o corsista), por definición era aquel armador civil (y, por extensión, el navío o navíos que aportaba y su oficialía y tripulación), que desempeñaba la actividad de hostilizar el tráfico mercante del enemigo de su nación tras presentar suficiente caución para garantizar su conducta y observancia de las ordenanzas navales y de corso.

Es muy fácil encontrarse con libros de texto que confunden el término corsario con el de pirata, como si fueran sinónimos, y eso es algo que debemos enmendar[i]. Empresa esta que nos conduce, tras tomar apuntes a ordenanzas y a obras como «Tratado jurídico-político sobre pressas de mar y calidades que deben concurrir para hacerse legítimamente el corso» (de Félix Joseph de Abreu y Bertodano (1746)), a acometer y plasmar en texto un análisis jurídico de esta polémica e interesante figura del corsario, cuyo desarrollo normativo y doctrinal tuvieron su propia edad de oro durante los siglos XVII-XVIII, aunque el mismo beba de tiempos pretéritos, propios de Cicerón y del rey Alfonso X.

La patente de corso

Aspectos generales

Aquel marinero de antes, al calor estomacal del grog, afirmó que un corsario tenía un documento firmado por su rey, es decir: una patente de corso. Cierto.

Dicha patente era una concesión administrativa a favor de armadores y patrones que colaboraban/invertían en el esfuerzo bélico con sus propios patrimonios, por su propio riesgo y ventura, permitiéndoseles navegar por mares propios y aquellos otros neutrales para apresar las embarcaciones (bajeles de guerra, corsarios o mercantes) del enemigo declarado y todas aquellas que pudieran tener por destino sus puertos, hostilizando el comercio y la economía del adversario (por supuesto, también cabía corso contra naturales rebeldes).

Los armadores y patrones prestaban bajeles, tripulación, armamento[ii], pertrechos, etc., al servicio del Príncipe, República o Estado a cambio del valor de las mercaderías y del navío legalmente apresado[iii], y de unas gratificaciones que dependían de si la presa era bajel de guerra, corsario o mercante y que se relacionaban por efectos (cañones y prisioneros), con aumentos según las condiciones del combate y de superioridad/inferioridad del enemigo.

La patente de corso, por tanto, únicamente se otorgaba y tenía vigencia en periodo de guerra. El conflicto debía ser primero declarado o publicado por el soberano concedente de la patente, así como conocido en todas las plazas y puertos. Hasta entonces no se podía optar a la patente, como tampoco actuar, aún en interés del Reino o Estado, so pena de perder todo derecho sobre las presas, de ser considerado pirata y traidor y, por tanto, condenado a la pena máxima.

Para solicitar la patente, al menos en España, había que acudir al Ministro de Marina de la provincia donde se fuera a armar el corsario, relacionando:

—Tipo de embarcación y porte.

—Armas y pertrechos propios.

—Tripulación[iv].

—Fianzas de buena conducta debidamente abonadas[v].

Sólo podía servirse a un único soberano

Un armador tan sólo podía ser corsario de un único soberano. No se permitía, teóricamente, correr los mares con patentes concedidas por distintos príncipes en la faltriquera; sin embargo y por lo leído, las consecuencias dañinas de contar con dos o más patentes únicamente recaían sobre los capitanes y oficiales, quienes eran castigados como piratas, mientras que el armador apenas recibiría castigo pues “nunca” podría haberse beneficiados a partes iguales de las dos o más patentes (me cuesta bastante creer que no existieran acciones penales con respecto al armador doblemente concesionario).

Pero, claro, esta conclusión únicamente encaja cuando las patentes eran otorgadas por príncipes enemigos entre sí y no por príncipes amigos pues, si había “utilidad” en la acción del corsario doblemente concesionario, no había perjuicio real.

Pluralidad de banderas

Recuperando nuevamente aquel magnífico filme, «Master and Commander», los que lo hayan visionado recordarán cómo el capitán Jack Aubrey engañaba al corsario Acheron haciendo pasar a la Surprise por un “fasmido náutico”. Parte de la treta consistía en enarbolar una bandera falsa, en esta ocasión, la de ballenero inglés, para atraer al enemigo y disponerlo a tiro, momento en el que ordenaba enarbolar la enseña de la Royal Navy.

Las ordenanzas de corso permitían, como ardid de guerra, que los corsarios llevasen y enarbolasen cualquier tipo de bandera a la hora de presentarse ante una posible presa y engañarla para que se detuviera y estuviera a tiro. Sin embargo, en caso de entablarse combate y sin excepción, estaba terminantemente prohibido hacerlo con una bandera falsa luciendo en los topes, pues únicamente podía entonces enarbolarse la de su soberano.

La cosa no era para tomársela a broma, pues incumplir esta regla de enarbolar la legítima enseña al momento de abrir fuego, como otros muchos preceptos de las ordenanzas de corso, conllevaba la pérdida de la presa y una causa penal militar por piratería.

La sombra de la horca también pendía sobre los tripulantes de la embarcación corsaria vencida que luchase con bandera de Príncipe o Estado distinta de la de su patente.

Estricto sometimiento a las ordenanzas

Si algo diferencia al corsario del pirata es su  total sumisión a las ordenanzas de corso y códigos navales penales del país y del Derecho de Gentes.

La vinculación umbilical con la marina de guerra nacional era tal que las ordenanzas generales solían utilizar la locución “los navíos de guerra y los corsarios […]” en muchos de los artículos como si no existiera distingo. También tenemos en cuenta el detalle de que no pocos bajeles corsarios contaban con una oficialía uniformada y graduada, como sucedía con el Defensor de Pedro, un bergantín corsario que hacía las veces de barco mercante y negrero[vi], y en cuyas cubiertas se hizo tristemente célebre el pirata pontevedrés Benito Soto: al mando estaba el capitán de fragata Pedro Mariz de Sousa Sarmento, apoyado en su segundo, el teniente Manuel Antonio Rodríguez, ambos de la Marina imperial brasileña.

Los oficiales corsarios quedaban bajo el amparo de las leyes del Estado concedente, aunque fueran extranjeros, y leían a la tripulación las leyes penales, como en cualquier barco de guerra, aplicándolas con todo su rigor. Los cabos de presa, al menos en España, se los equiparaban en empleo a los de la Real Armada y se les concedían las mismas recompensas. Por su parte, la tripulación del corsario, aunque no estuviese matriculada, gozaba igualmente del fuero de Marina.

Nadie abordo de un navío corsario se podía conducir como un pirata. Los preceptos eran bien claros:

· El saqueo estaba proscrito, al igual el derecho de pendolaje[vii].

· El empleo injustificado de violencia y extorsión sobre oficiales, tripulación y pasajeros de las embarcaciones objeto de inspección, era castigado muy severamente, incluso con la pena máxima.

· Los prisioneros debían ser tratados con humanidad, quedando prohibidas prácticas como las de abandonarlos en la mar, islas o costas lejanas. El corsario era garante, además, de la manutención y seguridad de los mismos.

· Los capitanes corsarios eran responsables de los perjuicios que se ocasionaren al detener si motivo navíos de vasallos, aliados y neutrales.

· El cabo de corso encargado de comandar el navío apresado era responsable, por acción u omisión, de los géneros declarados que se perdieran. Igualmente, si abriera escotillas selladas, arcas, fardos, pipas, etc., donde se encontrasen los géneros declarados, perdería la parte que debiera tocarle en el reparto y se le formaría causa penal.

· Ningún miembro de la oficialía y de la marinería del bajel de corso podía ocultar, deteriorar o destruir ninguno de los documentos de navegación de la presa, con independencia del fin que lo motivó. En caso de que el autor fuese el capitán, se le imponía castigo corporal y la obligación de resarcir los daños; si era un miembro de la tripulación, la pena a aplicar sería la de diez años de presidio o arsenal.

· En caso de abuso de la patente, el corsario quedaba sometido a la jurisdicción propia de su reino, siendo que si la violencia ilegítima se ejercía sobre conciudadanos o amigos, la jurisdicción sería mancomunada.

· Ninguna persona, corsario o civil, podía comprar u ocultar género alguno que perteneciera a la presa antes de haber sido ésta juzgada. En tal caso, se abría procedimiento penal de restitución con la imposición de una multa económica equivalente al 3% del valor de lo comprado u ocultado.

En todo aquello que no estuviera regulado en las Ordenanzas, los corsarios debían someterse a las demás fuentes del Derecho: los tratados de comercio, convenciones y ajustes del Derecho común por tener fuerza de Ley, la doctrina, y los usos y costumbres de navegación.

Lucha contra la piratería

Como hemos dicho, la patente se concedía por una Comisión con el objetivo de que el corsario atacara el tráfico mercante y sus líneas de abastecimiento buscando el desequilibrio económico, así como para que combatiera a otros corsarios de la nación enemiga. Sin embargo, también se incluía el derecho de combatir libremente a la piratería, entendida como actividad desempeñada por “gente que corre el mar sin despacho de ningún príncipe o estado soberano”.

(Ir a la segunda parte)



[i] Esta es mi opinión: tampoco considero adecuado entender legalmente como corsario a un buque concebido para la guerra como único cometido que, por motivos estratégicos, recibe la orden de actuar contra el tráfico mercante enemigo, como en el caso del famoso crucero alemán Emden y otros que se hicieron notar durante las guerras del pasado siglo XX.

[ii] Los corsarios también podían ser surtidos en los arsenales y almacenes de artillería, armas, pólvora, pistolas, etc., a costo y costas, debiendo bien abonar su importe en un pago aplazado o, una vez finalizada la guerra, devolviendo los efectos y abonando las pérdidas y deterioros, así como lo consumido.

Conforme la Ordenanza española de 1 de julio de 1779, en caso de naufragio o pérdida del navío corsario, incluido el apresamiento por el enemigo, con todos sus efectos, el armador quedaba libre de responsabilidad y de la fianza, siempre y cuando se justificase la pérdida.

[iii] En España se dispuso que debía entregarse 1/5 parte del valor del apresamiento a la Real Hacienda por razón del señorío y superioridad del Rey, aunque después la Corona renunció a dicho privilegio para animar la inversión corsaria, quedando los armadores únicamente sujetos a derechos de venta en puertos del Rey de navíos, géneros y mercancías apresadas.

El valor resultante de las ventas debía repartirse entre todos los que se hallaren al tiempo de la rendición, de forma equitativa.

[iv] En España, al menos un tercio de la tripulación debía ser no matriculada, pero toda la tripulación, sin excepción, debía estar entrenada en el manejo de las armas.

[v] Fianza y compromisos de no dañar a los súbditos, amigos o aliados del concedente.

Según las Ordenanzas de 1 de julio de 1779 y de 20 de junio 1801, la fianza era, como máximo, de 60.000 reales de vellón (según algunas estimaciones, rondarían los 200.000,00 €).

[vi] Propiedad del comerciante José Botelho de Siqueira Matos Araujo, de Río de Janeiro, armado en corso durante la Guerra del Brasil contra las Provincias Unidas del Río de la Plata.

[vii] Derecho a apropiarse en las presas de mar de todos los géneros que estén sobre cubierta, aunque pertenezcan a los ocupantes de la embarcación apresada.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bueno.
muchas gracias.
José M. Prats
Autor del libro: Corsarios Ibicencos en Gibraltar