Soy bastante malo con las fechas. No recuerdo el año. Mucho menos el día, por supuesto. Pero debía ser “conejo” en el instituto. Por aquella, con el poco dinero que caía en mis manos me dio en su momento por comprar alguna que otra revista de videojuegos, que apenas sumarían en total los dedos de una mano. Allí se describían títulos a los que nunca jugaría, pues bastante hicieron mis padres regalándome una NES de 8 bits de la que llegué a tener cuatro cartuchos, y Dios gracias. Eran tiempos que se decían revolucionarios y mi consola llegó obsoleta a casa ante la SuperNES y otras como la SEGA DRIVE, a las que se unieron ingenios de marcas del gremio que acabaron desapareciendo, como cierta francesa cuyo nombre no logro recordar, pero cuyos juegos venían en CD y aún a comienzos de siglo se podían encontrar por cuatro duros en los Cash & Converters. Me gustaba recrearme con aquellos artículos escritos y pruebas realizadas por individuos con más tacos encima que un hermano mayor con corbata al cuello. También con los regalos y el merchandising de los que se acompañaban: un pequeño pack de iniciación a una colección de cromos, vales para bolsas de Cheetos, pegatinas… En su mayoría todo muy apegado a algo que nos sonaba muy lejano, y es que venía de la otra punta del mundo: el manga y el anime.
En una ocasión se lucieron “obsequiando” (porque pagado estaría), una hoja algo más pequeña que un DIN-A4 con varias pegatinas que rezumaban a descarada filtración nipona en nuestras imberbes y occidentales cabecitas. Eran pegatinas del manga «Akira», publicado entonces por Glenat y que anunciaba el pronto final de la serie. Las imágenes eran tan alucinantes que casi me obsesioné con su visionado sin saber nada del producto, no digamos ya que pertenecieran a lo que se podría llamar la segunda parte del manga que no quedó reflejada en la película que, con pelusilla o con punzante barba, todos llegamos a ver. ¿Qué se escondería entre aquellas viñetas? ¡Bueno, bueno, bueno…!
El pliego, como iba diciendo, quedó como uno de esos tesoros estúpidos de niñez-adolescencia que tuve el cuidado de no meter a presión en caja alguna, junto a cromos, tazos, figuritas… Pero, como sucede con todo tesoro, valioso o simple celulosa barata destinada a un impresionable público juvenil, se acabó perdiendo de vista de forma definitiva, diríase que, hacia el año 2005 (mudanza mediante). Hasta entonces la hoja jugaba a emular al Guadiana.
Os reiréis. Os estoy presintiendo. Más de una vez he pensado en dónde narices habría metido las dichosas pegatinas (otro tanto buscándolas en casa y en el trabajo, no fuera que se dijese que no había puesto empeño). Es una estupidez; más aún cuando estoy escribiendo esto en la barrera invisible que separan los cuarenta años de los cuarenta y uno. ¿Dónde dejaría el pliego? ¿Lo habría tirado en un arrebato destructor en pos de un poco de orden a mi alrededor? Esto último parecía cobrar tanto peso que lo convertía en una certeza material.
Eran pensamientos, preguntas y acciones asaltacaravanas.
Y, a todo esto, pues para algo escribo este ensimismamiento, os diré que en mi despacho existe una esquina que sirve, con escasa diferencia, de vertedero. Es un punto casi ciego, un pseudo agujero negro, donde se acumulan una impresora sin cartuchos de tinta, una papelera, dos cubos de destructoras de papel (desdentadas y sacrificadas en el punto limpio), y una pila de “cuerpos”. Ahí justo van a parar las carpetas de los expedientes cerrados y archivados que merecen la inmortalidad concebida como paso postrero al rito de la escaneadora, desapareciendo de la vida en formato papel. Expedientes anteriores a que nos despidiéramos del odioso fax descorchando botellas y recibiéramos con placer casi sexual el calorcito y el mugido goloso, a varias páginas por minuto, de un equipo profesional de escaneo. Mucho más anteriores a la imposición de lo telemático en toda comunicación por obra y gracia de la Ley 39/2015 (¡salud!). Pero no es fácil deshacerse de esos rijosos fósiles, pues hay que tener tiempo, ganas y aburrimiento suficientes como para ponerse a meter la carne en la picadora y convertirla en archivos de varios megabytes por unidad. Luego, actualizar la ficha, clasificar, guardar todo como es debido, etc. Un rollo, vamos. Por eso la pila de expedientes que fui arrancando de la estantería no crecía mucho, pero decrecía aún menos el vertedero, hasta este inaudito mes de diciembre en el que, más que harto, puse remedio al asunto. Y resulta que entre todos los componentes de este naufragio tenía cuadernos a medio terminar, publicidad sin interés, revistas (de hace un tiempo) de novedades en cómic de la editorial Norma, un tabla de estiramientos, sobres de mensajería, dos novelas y un libro de técnicas de oratoria de CCOO (debidamente ignorado). Por fin volví a ver el color del suelo alicatado en ese punto… del mismo feo marrón cincuentero que se aprecia en el resto de la habitación.
Pero, ¿a que no sabéis qué había justo debajo de toda esa masa informe y sin nombre? Sí que lo sabéis: el pliego de papel con las dichosas pegatinitas publicitarias de Glenat con su serie de «Akira», perdido hace más de quince años. Quince… Por supuesto, no lo estaba buscando, por si alguien se lo pregunta.
Ante el temor de que le saliese de nuevo patitas a la cosa, me he adelantado y la he pasado por el escáner. Ahora forma parte del éter cibernético y de mis barruntos tardíos.