miércoles, febrero 03, 2021

Alonso de Ercilla, gentilhombre de Felipe II y autor de «La Araucana»

Fotografía perteneciente a la colección del autor
Durante mi larga existencia y deambular por las calles que vertebran la villa de Bermeo, descubrí ciertos enclaves que susurraban viejos secretos a aquellos que estuvieran los suficientemente atentos como para escuchar. Uno de ellos, diría que el principal, es la casa-torre de los Ercilla, una construcción defensiva de la zona, propia de la Edad Media, de la que pocos ejemplos quedan en pie en el territorio, bien derruidas bajo el paso de los siglos y las necesidades humanas, bien reducidas a formas que las alteran por completo al sentido de la vista.

Esta casa-torre de los Ercilla, donde el Museo del Pescador abre sus puertas desde hace décadas, perteneció a un linaje vizcaíno muy importante aunque, como suele suceder en estos casos, no haya pruebas de que su miembro más reconocido hubiera puesto un pie en ella durante toda su vida. Dicho personaje en cuestión es Alonso de Ercilla y Zúñiga, poeta, diplomático y militar español que participó de la conquista de Chile y de la guerra contra los araucanos, experiencia esta que le sirvió para escribir «La Araucana», una epopeya en verso que, según manifestó Voltaire (capítulo VIII de «Ensayo sobre la poesía épica»), estaba a la altura de «La Ilíada» (otros autores y estudiosos llegaron a llamar al autor como el Homero o el Virgilio español) y que narra, en treinta y siete cantos, la lucha de los araucanos contra los soldados de Carlos I y Felipe II. Es más, es una de las obras que Cervantes, en boca de don Quijote, junto a «La Austriada» y «La Montserrate», considera como la mejor en verso heroico en lengua castellana.

Y es que tanta fama adquirió «La Araucana» que fue reimpresa a lo largo de los siglos y traducida a varios idiomas.

Pero lo que más me llamaba la atención entonces, cuando residía allí, era el novedoso “apego” local por alguien que, con toda probabilidad, solo hubiera escuchado de oídas el pueblo donde estaban los dominios de sus ancestros y había sido la cuna de su padre, Fortún García de Ercilla, hasta que me di cuenta de que el hecho de que su efigie esté flanqueada por las banderas ikurriña y chilena solo podía obedecer a cierta perversión nacionalista y a una lectura torticera de la obra sobre la lucha de un pueblo orgulloso y oprimido por un invasor extranjero, como si unos pudieran equipararse a otros.

Deciros que Fortún García de Ercilla llegó a ser un famoso jurisconsulto en Italia, disputados sus conocimientos por el papa León X y el emperador Carlos V. Atraído a Castilla, Fortún dispuso en el Consejo de Navarra y en el de las Órdenes, falleciendo en 1534, a la edad de cuarenta años, cuando se encargaba de la educación del príncipe de Asturias, el futuro rey Felipe II.

Al momento de su muerte, Fortún dejó viuda (Leonor de Zúñiga) y seis hijos, el menor de ellos de tan solo de un año de edad y llamado Alonso (nacido en Madrid el 7 de agosto de 1533). Doña Leonor conservó el señorío de Bobadilla y se le concedió el puesto de guardadamas de la infanta doña María, del cual se sirvió para que su Alonso fuera nombrado paje del príncipe Felipe.

Grabado contenido en la edición 
de «La Araucana», de 1852, publi-
cada por Gaspar y Roig
Entre 1548 y 1554, Alonso acompañó a su señor por media Europa y, dejando a su madre en la corte de Maximiliano II, visitó Flandes, Italia, Alemania, Luxemburgo, Inglaterra, Austria, Hungría y diversos países del Norte. Ese último año de 1554 hizo viaje con el príncipe Felipe, como rey de Nápoles, para su boda con María I Tudor de Inglaterra.

Mientras los festejos se sucedían en la corte de Londres, llegó a oídos de Alonso los serios aprietos que habían surgido para la Corona en el Perú y Chile, personificados en el capitán Francisco Hernández Girón, que se había negado a cumplir las Leyes Nuevas que acababan con los privilegios de los encomenderos y se había levantado en armas, y los caciques araucanos que difícilmente había controlado Pedro de Valdivia. Picadas la curiosidad y el ánimo de aventuras al conocer al arrojado Gerónimo de Alderete, Adelantado de Chile, Alonso pidió licencia a Felipe II y, en 1555, abandonó Europa poniendo rumbo a las Indias.

Cuando las naves fondearon en el Panamá, la vida de Alonso sufrió una gran sacudida (otra de tantas). Alderete, por quien había concebido un cariño cercano al que siente un hijo hacia su padre (recordemos que Alonso era huérfano), moría y Hernández Girón pagaba en Lima cara su rebelión. Por si fuera poco, Pedro de Valdivia había caído ante los araucanos y exhaustos mensajeros, procedentes de las ciudades fundadas por el conquistador extremeño, exhortaban auxilios del Perú.

Alonso se enroló en la expedición de García Hurtado de Mendoza, de veintiún años de edad e hijo de Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y virrey del Perú. En mayo de 1557 los caciques araucanos quisieron parlamentar con García Hurtado, pero las palabras de paz enmascaraban una emboscada que fue una estación más en la larga guerra del Arauco, en la que Alonso participó como caballero a las órdenes del capitán Alonso Reinoso. Todo ello era material de primera que fue anotando en cuero y retazos de cartas, a costa de su propio descanso, para ir componiendo «La Araucana».

Desde esa primavera de 1557 hasta el 28 de febrero de 1558, Alonso solo vivió combates y fatigas, victorias y derrotas, la fiereza del entorno y el clima, así como la deslealtad de indios que se hacían llamar amigos, que los llevaron, a él y a unos compañeros supervivientes, hacia el Sur, hacia el estrecho de Magallanes por el peor de los caminos, advirtiendo el archipiélago de Chonos y la isla de Chiloe. 

De vuelta a la ciudad de La Imperial, Alonso y sus camaradas supieron de la victoria española en la batalla de San Quintín (10 de agosto de 1557), y participaron de los festejos organizados en la urbe fundada por Valdivia. Alonso, como era propio a su fama, en consonancia a otros caballeros, apuntó su nombre en las justas, donde se enfrentó a Juan de Pineda. Lo que solo era un divertimento con espadas afiladas, pasó a las palabras y provocaciones que a punto estuvo de desencadenar una pequeña batalla campal y un motín. El gobernador de la ciudad condenó a ambos caballeros a ser degollados, pero el clamor de los hombres de ambos bandos (de ruego y amenaza), así como del pueblo, llevó a una conmutación de la pena por prisión y destierro.

Harto del Arauco, Alonso se enroló en las fuerzas del demente guipuzcoano Lope de Aguirre y partió al Panamá, donde se enteró de que el caudillo no solo había perdido la razón, sino también la vida a manos de los indios.

Es entonces cuando la salud de Alonso se vio afectada por una enfermedad que lo retuvo en el continente americano y en las islas Terceras, hasta que en 1562 pudo reanudar viaje hacia España. Una vez en tierras peninsulares, le llegó la triste nueva del fallecimiento de su madre en Viena.

Alonso se presentó en la corte de Felipe II, a quien relató sus peripecias y desventuras en Chile. Tras escucharle y darle a su antiguo paje cierto respiro, el monarca le encomendó la tarea de traer desde Hungría a su hermana Magdalena de Ercilla, para que contrajera nupcias con Fadrique de Portugal, caballerizo mayor la tercera esposa del Rey. El ya «no tan joven» soldado partió hasta el interior de Europa, regresando en 1564 y siendo retenido en el puerto de San Adrián y en Mondragón por el mal tiempo. Estas semanas de forzado descanso le permitieron recomponer parte de su anárquica crónica de las guerras del Arauco, pero Alonso no solo era hombre de acero y pluma, sino también de amores que le granjearon en 1566 la paternidad de un niño, Diego, a quien puso al amparo de Álvaro de Bazán, primer marqués de Santa Cruz.

En 1569 se publicaría la primera parte de «La Araucana» y, al año siguiente, Alonso se casaría con María de Bazán, hija de Gil Sánchez de Bazán y Marquesa de Ugarte, teniendo por padrinos al archiduque Rodolfo, futuro rey de Hungría, y a Ana de Austria, la cuarta mujer del rey Felipe II. Todo iba de perlas para Alonso, quien recibiría al poco la merced del hábito de Santiago, pero aspiraba a más aventuras, por lo que no dudó a unirse a Juan de Austria y la lucha contra el Turco.

En 1575, Alonso participaba como diplomático, compareciendo ante el papa Gregorio XIII y ante varias cortes europeas, pero él tenía siempre reservado un lugar para la segunda parte de «La Araucana», que imprimiría en 1578, así como para la tercera y última (1590). Su buen hacer en distintas tareas le granjearon el respeto y recomendación de muchos altos nobles, mientras su fama como poeta de la guerra del Arauco le hacía ganar un puesto cumbre en la Literatura castellana, con unos versos que no se limitan a cantar la valentía de los españoles, desde el descubrimiento de Chile, sino también el tesón y proezas de los araucanos. Alonso vierte lágrimas de admiración y dolor sobre ambos bandos.

La sucesión del trono de Portugal enardeció las venas de Alonso, quien no solo estuvo dispuesto a escribir otra obra en apoyo de su señor Felipe, sino también a retomar las armas en defensa del pendón de Castilla.

Hasta 1594 Alonso tuvo la encomienda de examinar libros para el Consejo de Castilla y recibió distintas mercedes reales. El 29 de noviembre de dicho año falleció, siendo depositado su cuerpo en el convento de las carmelitas descalzas, en Madrid, pudiendo ser definitivamente sepultado en otro convento cuya construcción favoreció la viuda, bajo la advocación de san José, el 22 de noviembre de 1595.

Esta es una semblanza muy reducida de la vida de este hombre del que poco o nada se nos enseñaba a aquellos que crecimos en la villa de Bermeo.


No hay comentarios: