Tanto es así que dudo que desde la AEM y la OMS, como desde el resto de instancias, sepan de qué están hablando, aunque cobre fuerza en mi foro interno la hipótesis de que nosotros, los paganos, no somos otra cosa más que colaterales y prescindibles víctimas en una guerra (otra de las provocadas por la pandemia y que siguen socavando nuestra economía y salud), entre la Unión europea y la farmacéutica que, por ahora, es la única capaz de suministrar un mayor número de dosis para terminar, en teoría, con esta enfermedad que nos trae a todos de cabeza.
Una guerra encubierta, pero no silenciosa, surgida por el interés de AstraZeneca de atender pedidos más sustanciosos que los realizados por la Unión, por un importe económico mayor, recurriendo a tácticas vetustas en esto de los mercados: sospechosas averías, retrasos causados por “fuerza mayor”, etc. (solo falta una huelga general). Pues el incumplimiento contractual con la Unión resultará poco dañino en comparación con los beneficios que pueda reportar contentar a otras potencias y naciones más desprendidas y generosas.
Por supuesto, uno de los caballos de batalla favoritos, tanto para atacar a AstraZeneca como a la UE, ha sido el famoso contrato de compra y suministro lleno de manchurrones que el Sr. Antonio Miguel Carmona expuso supuestamente escandalizado (como si no lo hubiéramos podido descargar de Internet antes que él), el pasado 7 de abril en el programa de turno de HORIZONTE, donde, una vez más, al oírle hablar me pregunto cómo, con semejante “adalid” de la Democracia, la Justicia y los desprotegidos, así como atento y singular “vigilante” de estrado, puede subsistir en España problema alguno, pues tiene la voz, la opinión y la solución “para todo”. Sin embargo, como siempre, no es más que otro que “todo lo saber con abrir la boca”, pues es como aquel compañero de universidad que parecía, gracias a su verborrea, que tenía la nariz pegada a los libros las veinticuatro horas del día; pero que, en realidad, solo soltaba una gilipollez tras otra.
En su intervención semanal, el Sr. Carmona denunció otro nuevo atentado a la Democracia: la inaceptable falta de transparencia a la hora de facilitar el cacareado contrato con AstraZeneca, debidamente censurado. Como siempre, este señor juega sus cartas de niño rico jugando a servir a los proles y oculta una realidad que conoce a la perfección, y que no es la utópica del “amigo” Assange o Cebadilla Mantecona en su taberna del Poni Pisador. Juega sus típicas y tópicas cartas ocultando que sabe muy bien que este contrato (y tantos otros que he llegado a ver con mis propios ojos y hasta a redactar en mi trabajo), están sometidos a cláusulas de confidencialidad que afectan a parte o a todo su texto, debiendo el secreto mantenerse no solo entre las partes firmantes, sino que obliga directamente a las personas físicas directamente involucradas y a terceros vinculados (como son los empleados, asesores, abogados, etc.; por supuesto, yo mismo). Consecuencias siempre económicas y astronómica que, si en un supuesto normal pueden cifrarse en decenas de miles de euros de penalización, en este caso de AstraZeneca podemos estar hablando de millones de euros.
Cláusulas de confidencialidad con las que los contratantes pretenden mantener sus tratos en una oscuridad que no beneficie a la competencia. Incluso conservar el equilibrio económico-financiero en una zona focalizada, como puede ser un pueblo, una región, una nación, un continente…
Es muy fácil ser el rey si uno es tuerto en el país de los ciegos, Sr. Carmona.
Pero sigamos con el asunto de una guerra que estalló cuando los máximos representantes de la Unión se sintieron como primos, no porque AstraZeneca “juegue sucio”; sino porque se las dan de listos, con sus paredes empapeladas de títulos, y son tan pardillos como aquellos que militamos en la tercera división: han quedado en ridículo, y lo que duele es que haya sido a nivel internacional, autoinfligiendo una nueva y ponzoñosa herida (otra más) al proyecto político europeo. Y, claro, luego se sorprenden de escuchar el «"aquí sálvese quien pueda", pues como estemos esperando nos quemaremos los pies».
Una guerra en la que la Unión, a través de rumores contradictorios e informes igualmente dudosos, ha plantado en la cabeza de sus ciudadanos la semilla de la desconfianza total contra el producto de AstraZeneca, una empresa farmacéutica de renombre que ve como su equilibrio en los mercados fluctuar de manera que ni un millón de Biodraminas nos salvarían del vómito. Tanto es así que es común escuchar, saliendo por nuestra boca, que la vacuna de AstraZeneca es la “mala” y la “buena” aquella de Pfizer o Moderna, más si cabe ahora con la polémica de los trombos como posible efecto secundario muy raro; un efecto grave, aunque de mínima incidencia, que soslaya aquellos que manifiestan las vacunas de las otras compañías y sobre los que se pasa de puntillas, pues no interesa.
Pero lo más gracioso del asunto es que se da una de cal y otra de arena: se destruye su imagen por otro lado, pero, por el otro, se reconoce la necesidad de su producto pues no hay otro clavo ardiendo.
Pero es que esta enfermedad es nueva y hemos exigido una respuesta farmacológica inmediata. Tanta urgencia ha sido satisfecha con unos estudios, resultados y productos que, en otras circunstancias, tardarían años en ver la luz. Necesitábamos la inyección o la pastilla que nos salvase y ya, pero sin efectos secundarios, sin contraprestaciones, sin consecuencias, sin precio a pagar, lo cual es una muestra de que el ser humano es estúpido hasta márgenes insospechados.
Deciros que, mientras os escribo estas notas, estoy siguiendo una medicación pautada para controlar y eliminar una otitis que tengo en un oído. El médico de atención primaria me ha recetado un antibiótico medicamente controlado y aprobado por la AEM, de nombre CIPROFLOXACINO. Leyendo el prospecto (tipo sábana), veo que estas pastillas pueden causar:
- Aneurismas aórticos.
- Disnea.
- Shocks anafilácticos.
- Fuertes dolores en varios puntos del cuerpo que pueden permanecer durante meses.
- Disminución de la visión, así como del gusto, el olfato y la audición.
- Depresión.
- Disminución de la memoria.
- Fatiga y trastornos del sueño.
- Afección a tendones, hasta el punto de posibilitar su rotura.
- Neuropatías.
- Sensibilidad a la luz, etc.
Y, dependiendo de la condición general del paciente, otras cosas que paso de relacionar.
Es más, hace años tuve una afección pulmonar y se me recetó un jarabe. No recuerdo para nada su nomenclatura, aunque el medicamento era merecedor de semejante esfuerzo. Entre sus efectos secundarios se encontraba uno extremadamente raro, uno entre un millón: la muerte. Y si aparecía es porque a alguien le pasó.
Sí, amigos. Para quitarme una tos, me expuse a esa lotería.
Obviamente, nadie quiere el boleto ni acabar con un trombo en el cerebro de camino al cementerio. Pero menos acabar en el mismo lugar por culpa del SARS-COV 2, mucho más cabrón. Hasta ayer, conocía a gente a la que se le habían muerto familiares y conocidos por culpa de este bicho; hasta ayer, pues entonces supe de que se había muerto por coronavirus una persona que conocía y con la que había hablado hace menos de una semana y media. Fue ingresado en el hospital por otra cosa, se contagió allí mismo y la Parca cortó el hilo. Estaba a nada de que le tocara la vacunación.
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