miércoles, septiembre 15, 2021

Ana María Antonia de Soto, la primera infante de Marina

Pocos son los nombres de mujeres, pero de mucho calado, que han entrado en el panteón ilustre de la Historia de España. Si hablamos de la fama alcanzada a través del real servicio de las armas, tanto por vocación como por necesidad, pocas habrá que le hagan sombra a María Pita, a Agustina de Aragón o a Catalina de Erauso. Pero las hay, a pesar de estar lastradas por el interesado renuncio de algunos y el desidioso olvido de los demás. Y una de éstas respondía en su casa y en el pueblo que la vio nacer, Aguilar de la Frontera (Córdoba), al nombre de Ana María Antonia de Soto y Alhama (16 de agosto de 1775-4 de diciembre de 1833), y en los Batallones de Marina al de Antonio María de Soto.

El último tercio del s. XVIII fue convulso para una España que había vivido una nueva Edad dorada sobre los mares y caía en un abismo lóbrego y fangoso de decadencia política, social y militar. Con lo que respecta a las fuerzas navales, el esplendor de registrar más de quinientas naves y veintitrés mil cañones quedó reducido a una indigencia de medios y personal. 

La falta de matrículas de mar condujo a la solución errónea de exprimir la ubre del Ejército, plantando oficiales y soldados de tierra adentro sin experiencia en la mar sobre estrechas cubiertas. Igualmente se abusó de las levas a las que acudían y se admitían gentes sin formación marinera, demasiado mayores o hasta impedidos físicamente para el servicio, todas ellas acuciadas por el hambre y la pobreza (aún más que nunca).  

Desconocemos la situación de puertas para dentro de la casa de los de Soto y Alhama, pero no debía ser muy boyante pues los padres de Ana María tuvieron que ir a recoger a su hija, una vez descubierta y licenciada, y hacer el viaje gracias a la beneficencia de amigos y vecinos.

El 26 de junio de 1793, un sargento de Marina llegó a Aguilar de la Frontera y admitió a un joven de dieciséis años (Ana María tenía dieciocho, pero redujo su edad en dos años para justificar su falta de bozo y barba), inscribiéndolo como Antonio María de Soto, hijo de Tomás de Soto. Ana María sustituyó entonces las ropas prestadas por su hermano Antonio Joseph y vistió el uniforme de infante de Marina, alistándose en la Sexta Compañía del XIº Batallón de Marina.

En 1794 Ana María fue enrolada en la fragata Nuestra Señora de las Mercedes (la misma que se iría a pique el 5 de octubre de 1804 tras una traición de la flota inglesa y que, doscientos años después, supuso un fuerte incidente internacional por motivos de los actos de piratería perpetrados de la compañía Odyssey Marine Exploration), siendo partícipe y peón en la campaña de Cataluña, durante el ataque a Bañuls y Aljama, y la defensa y abandono de Rosas. 

De la Mercedes fue pasando a otros navíos como la Balvina, la Santa Dorotea y la Matilde, para acabar como dotación de las lanchas cañoneras de Barceló, en las fuerzas sutiles españolas de la defensa de Cádiz en 1797.

Tras cinco años y cuatro meses de servicio, unas fiebres muy altas obligaron a un reconocimiento físico del infante de Soto por parte de los sanitarios de la Armada, momento en el que se descubrió su verdadero sexo e identidad. Este detalle sorprende mucho a los historiadores, pues el ser mujer en recintos tan carentes de intimidad como los buques de guerra sería tarea engorrosa sino imposible, por lo que concurre una mayoría que se inclina por aceptar que, ante la indiscutible valía y fortaleza de Ana María ("acrisolada virtud y heroísmo" en palabras de Félix Salomón), que tantos méritos y recompensas le granjearon, sumada la escasez de matrículas de mar, lo “dejaran correr” hasta que ya no quedaron vendas suficientes para el ocultamiento. Algo parecido a “todos lo sabían, pero nadie tenía boca”.

El almirante José de Mazarredo ordenó el desembarco de Ana María de la fragata Matilde el 7 de julio de 1798 y su licenciamiento, dirigiendo el expediente al Palacio real para que SM Carlos IV en persona dictaminara castigo a la altura. Sin embargo, aunque no sorprenda a nadie, el monarca firmó una Real Orden, fechada el 4 de diciembre de ese mismo año, concediéndole a la aguerrida cordobesa el sueldo de sargento primero de Batallones y, en una posterior RO de 24 de julio de 1799, “en atención a la heroicidad de esta mujer, la acrisolada conducta y singulares costumbres con que se ha comportado durante el tiempo de sus apreciables servicios”, se le otorgaban dos reales diarios por vía de pensión y “que en los trajes propios de su sexo pueda usar de los colores del uniforme de Marina como distintivo militar”.

Ana María se vio forzada a abandonar la carrera de las armas a pesar del reconocimiento oficial, aunque nunca llegara a ver un solo real de su pensión, la cual siempre se la retrasaron los cicateros reunidos en el Tesoro público. En cambio, obtuvo la licencia de estanco en Montilla (Córdoba), hasta el momento de su muerte a los cincuenta y ocho años.

Aunque su historia es recogida en varios medios, ya iba siendo hora de que en ENMP le dedicáramos este espacio.


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